domingo, 10 de abril de 2011

Cuento didáctico para educar en Igualdad "Rosa Caramelo"




ROSA Y CARAMELO


Había una vez, en el país de los elefantes, una manada
en que las elefantas eran suaves como el terciopelo, tenían
los ojos grandes y brillantes, y la piel de rosa caramelo.
Todo esto se debía a que, desde el mismo día de su nacimiento,
las elefantas sólo comían anémonas y peonías. Y no
era que les gustaran las flores: las anémonas —y todavía
peor las peonías tienen un sabor malísimo. Pero, eso sí,
dan una piel suave y rosada y unos ojos grandes y brillantes.

Las anémonas y las peonías crecían en un jardincillo
vallado. Las elefantitas vivían allí y se pasaban el día jugando
entre ellas y comiendo flores.
"Pequeñas -decían sus papas-, tenéis que comeros todas
las peonías y no dejar ni una sola anémona, o no os haréis
tan suaves y tan rosadas como vuestras mamas, ni tendréis
los ojos tan grandes y brillantes, y cuando seáis mayores,
ningún guapo elefante querrá casarse con vosotras."

Para volverse más rosas, las elefantitas llevaban zapatitos
color de rosa, cuellos color de rosa y grandes lazos color
de rosa en la punta del rabo.
Desde su jardincito vallado, las elefantitas veían a sus
hermanos y a sus primos, todos de un hermoso color gris
elefante, que jugaban por la sabana, comían hierba verde, se
duchaban en el río, se revolcaban en el lodo y hacían la siesta
debajo de los árboles.
Sólo Margarita, entre todas las pequeñas elefantas, no
se volvía ni un poquito rosa, por más anémonas y peonías
que comiera.
Esto ponía muy triste a mamá elefanta y hacía
enfadar a papá elefante. "Veamos, Margarita -le decían-,
¿por qué sigues con ese horrible color gris, que sienta tan
mal a una elefantita? ¿Es que no te esfuerzas? ¿Es que eres
una niña rebelde? ¡Mucho cuidado, Margarita, porque si sigues
así no llegarás a ser nunca una hermosa elefanta!"
Y Margarita, cada vez más gris, mordisqueaba unas
cuantas anémonas y tinas pocas peonías para que sus papas
estuvieran contentos.
Pasó el tiempo, y Margarita no se volvió de color rosa.
Su papá y su mamá perdieron poco a poco la esperanza de
verla convertida en una elefanta guapa y suave, de ojos
grandes y brillantes. Y decidieron dejarla en paz.

Y un buen día, Margarita, feliz, salió del jardincito vallado.
Se quitó los zapatitos, el cuello y el lazo color de rosa.
Y se fue a jugar sobre la hierba alta, entre los árboles de frutos exquisitos y en los charcos de barro.

Las otras elefantitas la miraban desde su jardín. El primer
día aterradas, el segundo día con desaprobación, el tercer
día perplejas y el cuarto día muertas de envidia.

Al quinto día, las elefantitas más valientes empezaron a
salir una tras otra del vallado, y los zapatitos, los cuellos y
los bonitos lazos rosas quedaron entre las peonías y las anémonas.

Después de haber jugado en la hierba, de haber probado
los riquísimos frutos y de haber dormido a la sombra de
los grandes árboles, ni una sola elefantita quiso volver nunca
jamás a llevar zapatitos, ni a comer peonías o anémonas, ni
a vivir dentro de un jardín vallado.

Y desde aquel entonces, es muy difícil saber, viendo jugar
a los pequeños elefantes de la manada, cuáles son elefantes
y cuáles son elefantas. ¡Se parecen tanto!



 











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